Luis Alberto Serrano

EL BOXEADOR Y LA PUTA

     Arturo o “manopiedra” como se le conocía en el mundillo del boxeo era bajito pero muy fuerte. De pequeño sufrió palizas de sus compañeros de clase y de las varias parejas que tuvo su madre. Uno de ellos intentó, incluso, desnudarlo con fines poco agradables. Logró disuadirlo tras sacárselo de encima a base de puñetazos y todas las patadas que pudo. Ese día aprendió que, si quería sobrevivir en el mundo hostil que le había tocado, tenía que ser fuerte. Se apuntó en un gimnasio donde también le pagaron muchas veces, pero cuanto más esfuerzo puso menos pudieron pegarle.
 
     Creció sin amparo de nadie. Pronto tuvo que vender su fuerza al mejor postor y algún empresario que otro lo ocupaba para extorsionar o dar palizas a la gente que amenazaba su negocio. Un día le contrataron los hosteleros de una plaza donde el chiquillerío acostumbraba a hacer botellón los fines de semana. Eso mermaba las consumiciones en los bares y, encima, ahuyentaba de la zona a clientes con poder adquisitivo. Tras pactar un precio convinieron formar peleas insospechadamente fortuitas para que los jóvenes cogieran miedo a ponerse a beber en esa zona. Para este trabajo tuvo que requerir ayuda de otros “asalariados” y organizar esas reyertas periódicas en las que acaban peleándose más de cuarenta personas a la vez.
 
     Desde que se corrió la voz de lo violenta que se había convertido la plaza, los muchachitos se fueron a beber a otro lado y los comercios volvieron a sus clientes habituales. Esto le propició a Arturo mucho respeto entre los comerciantes y entre los pequeños delincuentes del barrio que veían en él alguien que les podía traer algo de dinero en forma de “trabajos especiales”. Así, con un par de faenas bien hechas y sin muchos escrúpulos, fueron solicitando su violencia, clientes cada vez más importantes.
 
     Una noche tenía que ir a “avisar” al dueño de una charcutería de que se estaba retrasando en el pago de una deuda que había contraído para pagar la adicción que tenía a una prostituta que lo estaba sangrando. Se personó a la hora en la que solía cerrar su negocio y esperó en la parte trasera, fumando y apoyado en la pared, a que saliera a tirar la basura. Antes de ello, vio que se bajó un hombre de un coche. Le pareció raro. Los matones tienen un olfato especial para conocerse entre ellos. Un tipo trajeado descendió del coche y entró en la charcutería. Expectante, se asustó al oír dos disparos secos. No se oyeron fuerte. Los notó amortiguados pero, como estaba lo suficientemente cerca, los oyó. Fue a salir corriendo. No le dio tiempo de reaccionar porque, justo en ese momento, salía el sicario. Al notar que le habían visto partió a correr y sintió dos balas dispararse e impactar muy ceca de él. Tras varias calles de persecución, su preparación física pudo salvarle la vida. Esquivó a su perseguidor y se fue a casa a meditar lo que había visto.
 
     ¿Ir a la policía?. Mejor no. Mejor buscar otra idea. Decidió dejarlo pasar y no hacer nada. Total, la víctima no era un hombre de intachable conducta y quizás se lo mereciera. A lo mejor su mujer mando a matarlo. “¿Por qué tendría que meterme donde no lo llaman y, encima, gratis?”, pensó. Al día siguiente salió del pequeño apartamento para explicarle a su “jefe” lo que había pasado. Al llegar al local de copas que servía de tapadera vio que alguien se le había adelantado. “Te buscan con muchas ganas, Alfredo. ¿Qué has hecho?”, le preguntó con la cara bien machacada a puñetazos. El boxeador no sabía que contestar. Pero tuvo miedo al saber que le estaban buscando. Tras contarle lo sucedido, decidieron pedir ayuda a la policía. Ellos eran unos delincuentes de poca monta y no podían hacer frente a una organización criminal.
 
     Fue a casa a arreglarse y a recapitular en lo sucedido. “¿A la policía?”, volvió a reflexionar. Se negó. Era demasiado riesgo y podía acabar entre rejas por otros delitos cometidos. Resolvió irse de la ciudad. Aquí no tenía familia ni nada que le atara. Huir a donde no pudieran encontrarle sería una buena solución. Buscó la maleta en lo alto del armario y se dispuso a llenarla. Justo, en ese momento, sonó la puerta. Tres golpes fuertes. Se acercó y miró por la mirilla. Era la policía.
 
     No contestó. Volvieron a golpear de nuevo. Esta vez con una voz que decía “Policía. Abra la puerta. Sabemos que está dentro”. Siguió sin contestar pero se mantuvo a la escucha. Cuando oyó que uno de ellos dijo “derriben la puerta”, se decidió a abrir. Se encontró de frente a tres agentes uniformados y armados. Uno sacó la placa con una mano en la pistola y le dijo: “Queda usted detenido por la muerte de Ramón Billegas”.
 
     Horas de interrogatorio. Todo parecía no tener sentido. Él explico con pelos y señales su versión de los hechos. No le creían. Le enseñaron la foto de una rubia muy guapa. No la conocía. Después le enseñaron la foto de la misma chica. Estaba muerta. Había caído desde un quinto piso. No se saben las causas. “Yo no tengo que ver nada con esto”, volvió a repetir.
 
     El comisario, hombre bastante comprensivo, le explicó que en el registro efectuado en la casa del charcutero encontraron documentación referente una deuda contraída. Detenido, también, el prestamista les había dicho que le había mandado a usted a saldar la deuda y que seguro que se le fue la mano con la pistola. El pequeño boxeador sabía que el policía iba de farol pero no sabía cómo convencerle de que él no había efectuado los disparos y que realmente fue un sicario. En ese momento, se acordó de que sabía la matrícula del coche del asesino. Se la dio al comisario, que se fue a hacer unas comprobaciones. Volvió a la sala de interrogatorios. “Este coche apareció la noche del asesinato totalmente carbonizado”. El que Alfredo no supiera conducir le hizo comprender al policía de que, quizás, hubiera más personas esa noche.
Todas las investigaciones que la policía hizo, exculpaban cada vez más al matón de barrio. Empezó a darse cuenta de que era un trabajo más “profesional”. Tres horas duró la conversación en la que lo pusieron entre la espalda y la pared. Pero al comisario se le ocurrió una idea. A cambio de tapar todas las fechorías que había cometido en el pasado, él tendría que ayudarles a coger a los verdaderos culpables. El boxeador no sabía cómo pensaban hacerlo, pero no vio otra salida más airosa.
 
     Comenzaron a ver la forma de involucrar a Arturo en la organización criminal. El plan era que él mismo se entregara a los que querían capturarle para ofrecerles sus servicios. Lejos de esconderse, sería trabajar para ellos a cambio de su silencio. No le gustaba el plan, pero estar en la calle sin protección tampoco le encantaba. Le pusieron en antecedentes de la investigación y las pistas que habían conseguido.
 
     La autopsia al charcutero había revelado una sorpresa mayúscula. En una bolsita, en su recto, había un anillo. Anillo de matrimonio que no era suyo, ya que el de él lo llevaba puesto en su mano. ¿Pero de quién era?. Nadie lo sabía. “A lo mejor se lo iba a regalar a la puta y no quería que su mujer lo encontrara”, dijo sin pensar. Sabían que ese anillo les conduciría al asesino. Pero no había pistas y la prostituta estaba muerta. Decidieron hacer una redada en el club donde trabajaba e interrogar a sus compañeras.
 
     Los detectives averiguaron el nombre del dueño del coche. Era robado. Seguían sin pistas. La única forma de localizar al asesino era dejar que él encontrara al boxeador. Planearon que fuera hasta su casa, donde se supone que estarían vigilando. No le gustó la maniobra. No le harían preguntas, lo matarían. No les quedó más remedio que comenzar el plan urdido. La policía de paisano rastreo la zona hasta que identificó a los posibles vigilantes pagados. Una piedra les despertó de la aburrida espera. En la piedra una nota.
Quiero ver a vuestro jefe.
Valgo más muerto que vivo.
Les espero a las 8 en un banco
de la Plaza de la Concordia para hablar.
Ante la mirada de la gente, me escucharéis.
 
     Allí sentado estaba muy nervioso. Pero poco tardaron en llegar dos hombres. Después de hablar un rato amistosamente. Se lo llevaron. La policía vigilaba todos los pasos. Acabó en el despacho de un adinerado sujeto. Eso se veía por la calidad de los muebles y los complementos de la oficina. Hablaron muy cortésmente. Arturo le pidió trabajo a cambio de callar lo poco que sabía. Si él se convertía en su jefe nada tendría que temer, argumentó. No le pareció mal la idea al elegante señor. Es verdad, que ya había averiguado cosas de él sabía que había sido siempre muy fiel a las personas que lo habían contratado. Le encargó un trabajo para probar.
 
     Le pidió que le cobrara las deudas a un vendedor inmobiliario que estaba robando a la empresa para la que trabajaba. En menos de dos días tenía el dinero y el comisionista varios dedos de las dos manos rotos. Poco a poco se fue ganando confianza. Pero uno de los días que estaba esperando para que le dieran un nuevo trabajo, vio entrar en la oficina a al  matón que fulminó al charcutero. Inconfundible esa forma de andar con una medio joroba en las cervicales que le afeaba un rostro ya, de por sí, mal encarado.
 
     Se escondió pudo seguirlo cuando salió del despacho. ¿Pero que haría cuando lo tuviera en sus manos?, se dijo. Interrogarlo, claro. Pero, ¿y luego?. ¿Tendría que matarlo para que no se lo contara a su jefe?. No, mejor entregarlo y que se la policía la que lo interrogue. Lo persiguió hasta un coche que le pareció muy caro. Dedujo que estaba ganando gran cantidad de dinero con esos “trabajos”. Apuntó la matrícula y se la envió al comisario. Lo detuvieron, lo interrogaron y lo soltaron. El asesino a sueldo sabía que no había cosa peor que la policía te soltase sin más. Si su jefe se enteraba podría sospechar que está colaborando. Decidió ser él mismo el que se lo contara antes de que se enterara por otros.
 
     En su despacho, el jefe era muy correcto y amable. Le dijo que no se preocupara y que si no había encontrado nada la policía, que no había de qué preocuparse. Eso tranquilizó mucho al esbirro que, además, ni siquiera supo aclararle las razones de porqué lo detuvieron. No le dieron ninguna razón concreta ni le avisaron de sospechas de nada. Encima, el jefe le obsequió sus servicios y fidelidad con un fajo de billetes para que se “quitara de en medio unos meses”. Antes de irse, pidió que le dejaran terminar el trabajo del boxeador a lo que el jefe sentenció con un rotundo: “déjalo que ya lo he solucionado yo”. Agradecido, tomó el dinero y salió contento y halagado.
 
     Al rato mandaron a llamar a Arturo para un nuevo trabajo. Tendría que matar a la persona que lo estaba persiguiendo. Mientras su nuevo jefe le explicaba las razones, él tenía la cabeza en otra cosa: “me está pidiendo que mate a alguien”. Mientras el chico tenía la cabeza ida, no escucho cuando le habló de la fidelidad, de que si había llegado tan alto es porque nadie se la había jugado, y le contó mil cosas para, de paso, atemorizarlo. Al salir del trance, accedió a realizar la “tarea” más que nada para ganar tiempo y poder pensar con claridad. ¡Cómo iba a matar a nadie!. Sus pensamientos le llevaron a una encrucijada. Estaba luchando por su vida. Era la del matón o la suya. No sabía cómo, pero tendía que matarlo.
 
     Cuando se lo contó al comisario, éste se echó a reír a carcajadas. “¿Cómo que lo vas a matar?. Aquí no va a morir nadie más, jaja, por lo menos mientras yo sea comisario”, le dijo casi llorando. Avergonzado, el chico, pidió un plana alternativo. El comisario le explico que arrestarían a la pretendida víctima por alguno de los muchos motivos que tienen para encerrarlo. Y, una vez fuera de la circulación, iría a ver al jefe portando la pistola del susodicho, y argumentando que ya estaba descansando en el fondo del mar donde nadie preguntaría por él nunca más.
 
     Su jefe estaba maravillado. No sólo era eficiente si no que era rápido y discreto. Estaba encantado del nuevo fichaje. Le contó que tenía un trabajo muy especial. Urgía encontrar una joya y, para ello, tendrían que “hacer hablar más de la cuenta” a algunas personas. Por las buenas o por las malas. Tranquilizó a su jefe y sólo le pidió los nombres. El primero que le dio fue el de Dora. Nadie sabe su nombre real pero en el club de alterne se la conoce así. Tendría que “sonsacarle” lo que ella supiera de un objeto que su amiga Brigitte robó de casa de un empresario de renombre. Esta persona pagaría bien si la pieza volviera a sus manos antes de que su esposa lo eche en falta. Cuando le informó que la chica que lo sustrajo ya no podía devolvérselo porque estaba muerta, dedujo que era la misma rubia de la foto que le enseñaron en el departamento de policía. No tardo en recibir las instrucciones y volvió a casa. Allí desde un sistema de telefonía directa contactó con el comisario y le explicó la situación.
 
     Le pidió al boxeador que fuera al club de alterne donde trabajaban las chicas, que preguntara por Jaime para que lo atendiera bien y no le cobraran los servicios. Más que nada era para que si lo seguían, su jefe supiera que ciertamente había estado siguiendo la pista de la chica. Seleccionaron la información que le darían al capo y detendrían a la prostituta unos días para informarle de la investigación. Lo mejor para ella es que se mantuviera un tiempo lejos de las calles y los clientes.
 
     Cuando el pequeño Arturo le confirmó a su contratista que la chica le contó lo que sabía, se sentó a escuchar. El jefe no le había contado todo al chico pero tenía datos que coincidían. Nunca mencionó el anillo y el chico lo averiguó. Así que dedujo que era cierto que la había interrogado. Le confirmó que el objeto era un anillo que Brigitte había robado del baño de un empresario al que había ido a hacer un servicio a casa. Y ella, sabiendo que la estaban persiguiendo, se lo entregó al siguiente cliente que tuvo ese día: el charcutero.
 
     El jefe siguió el relato. Ahí es donde se nos pierde la pista del anillo. El charcutero, enterado de la historia, quiso hacer chantaje al empresario para pagar una deuda que tenía. “La que yo fui a cobrar esa noche”, indico el boxeador. “Vaya, vaya con el charcutero. No sólo le gustaba hacer morcillas”, sonrió el jefe. “Estará en la charcutería. Puedo ir y, simulando un robo, registrarla”, tanteó. El jefe vio que era listo. Algo más que el matón a al que había mandado antes y que se limitó a matarlo en vez de conseguir el anillo. Le informó que si lograba el aniño le recompensaría muy generosamente. El empresario es muy poderoso y pagará lo que haga falta porque su mujer no se entere de sus licencias extramatrimoniales.
 
     El comisario le hizo llegar una réplica exacta del anillo. Y le mandó una nota, supuestamente escrita por Dora, la prostituta en la que le entregaba el anillo a cambio de que no volvieran a pegarla nunca más. Solo tenía que ir a llevarle la joya al jefe y luego, la policía, se encargaría seguir los pasos a ver a que empresario se lo entregaba. Parecía que todo iba viendo la luz.
 
     Todo el plan estaba saliendo como lo planeaba y marcaba el comisario. Arturo, cada vez temía menos por su vida. Pero no era tonto y, con el dinero que le su jefe le dio por recuperar el anillo, había comprado un billete a Brasil por si había que huir a la carrera.
El capo salió de su despacho. Un amplio despliegue policial secreto seguía todos sus pasos. Se montó en un coche  mientras indicaba al chofer donde era su destino. Le seguían por tierra y con un pequeño dron en las alturas. Llegó al “Circulo de la Lectura”, un selecto club al que sólo tenían acceso los socios. El comisario se decepcionó dentro de la furgoneta desde donde veía las cámaras de seguimiento. Ahí dentro podía haber una veintena de grandes empresarios. ¿A cuál daría el anillo?.
 
     Introdujeron un policía dentro. Le enseñó la placa al encargado de los metres y pidió que le dieran un uniforme a cambio de no enfrentarse a un delito de obstrucción a la justicia. El empleado se asustó y accedió. Colocaron una pequeña cámara en uno de los ojales y merodeo por alrededor del anillo y su portador esperando ver a que manos pasaba. No venía nadie a saludarle. Un anciano de más de 80 años lo saludó estrechándole la mano. Se había convertido involuntariamente en sospechoso. Pero, por su aspecto, no parecía que fuera él. Aunque no lo descartó. Al rato, despidió a su viejo amigo, se levantó y se sentó en un sillón apartado a leer la prensa. Con todo el disimulo sacó un sobre y lo dejó caer por detrás del sillón. Cerró el periódico y salió. Ya, en la calle, la policía seguía sus pasos. Se quedaron todos esperando por el receptor de ese sobre y mandaron una patrulla camuflada a seguir al capo hasta su oficina, de regreso.
 
     Y llegó el hombre. El dueño de una franquicia de restaurantes que facturaba casi 50 millones de euros al año tiró el bolígrafo al suelo y se agachó a recogerlo. De paso, recogió el sobre. Lo vio el policía vestido de camarero y todos los que vigilaban por la cámara. “Ya tenemos a nuestro hombre”, exclamó el comisario. Esperaron a que saliera del club para detenerlo en posesión del anillo falso. Pero antes necesitaban confirmar que el anillo fuera suyo.
 
     Una patrulla tomó el anillo original y fue a la mansión que poseía en la colina. Hablaron con la mujer y le pidieron que identificara un anillo que había sido encontrado en el Club de la Lectura y que podría de ser de su marido. Ella lo reconoció al instante porque se lo puso en su mano quince años antes. Desde que el comisario tuvo la confirmación, sonrió y pidió a los agentes que lo detuvieran con el cargo de inducción al asesinato de Ramón Villegas, el charcutero y de Brigitte, la puta.
 
     Luego, llamó a la casa para hablar con Arturo. Le dijo que todo había salido bien, que durante el día detendrían a todos los miembros de la organización criminal y que quedaría libre. Le agradeció el servicio. Al boxeador, por su parte, también agradeció la protección al comisario. Él sabía que le habían utilizado, pero también que podían haberlo expuesto más y no lo hicieron. No se verían más, y lo sabían.
 
     El pequeño matón de esquinas había crecido mucho en dos semanas. Resolvió aprovechar el vuelo que tenía comprado en Brasil y empezar una nueva vida. Con el dinero que había ganado podía vivir un año entrenando todos los días. Quién sabe si dentro de algunos años años podría ser un campeón en los rings. No sabría lo que le depararía el futuro, lo que si le quedó claro es que estaba vivo para verlo.
 
FIN

TWITTER: @luisalserrano
 

Toutes les droites appartiennent à son auteur Il a été publié sur e-Stories.org par la demande de Luis Alberto Serrano.
Publié sur e-Stories.org sur 08.11.2016.

 
 

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