Reza el postulado de legalidad criminal: nullum crimen sine lege, es decir,
no hay delito sin ley. En tal virtud, yo podría idear una máxima que
expresara: sí existe policía sin uniforme. Porque un cabal guardián del
orden no es quien tiene una chambita para irla pasando, sino quien detenta
toda una filosofía de vida. Él es garante de los bienes jurídicos
fundamentales, porque acepta efectivamente su custodia; pero para ser digno
del noble título no basta obtener la constancia de un curso, incluso cuando
sea con honor. Tampoco es suficiente poseer nombramiento oficial.
El hábito no hace al monje. Además de ostentar determinado diploma y estar
uniformado, se debe poseer una característica distintiva: vocación, término
cuya etimología proviene del latín vocare, que significa "el llamado", y que
identifica el rasgo subjetivo que distingue al elemento policial.
Un auténtico llamamiento es la motivación constante que impulsa el deseo de
preparación, que en este caso se concentra en el campo de la protección
ciudadana.
Nací en mil novecientos sesenta y ocho, un período de agitación social, pero
asimismo un período fúlgido, en el cual, gracias a la lucha de nuestros
próceres, se reconoció el albedrío y la igualdad. Por tener el perfil
requerido, fui aceptado en la Secretaría de Seguridad Pública del Distrito
Federal.
Cierto día, siendo las cuatro de la mañana, cuando el vecindario dormía
sereno, desactivé la contumaz alarma del reloj que me notificaba el inicio
de otra jornada. Cometí la descortesía conyugal de hacer alboroto a causa de
un traspié con una silla en el trayecto hacia el interruptor de la luz de la
recámara.
Seguí haciendo ruido, esta vez, con el chisguete de agua tibia que salía de
la regadera del baño. Cuando aún no amanecía, salí del aposento, a paso de
tortuga, para no despertar a la familia. En la Glorieta de Insurgentes
compré un atole y una guajolota. - ¿Cuál será mi destino hoy? Sabrá Dios -,
pensé, dando un trago a la bebida caliente que me confortaba el cuerpo.
El tamal estaba rico, pero no tan suculento como los que hacía mi abuela
Daniela. Provengo de cuna pobre, desde una perspectiva económica, pero de un
linaje millonario en moralidad.
Desayunado, llegué al sector y me uniformé. El frío enhiesto penetraba hasta
el tuétano, pero eso no fue pretexto para no formar en la sección.
"¡Presente, señor!", respondí al oír que mi Primer Oficial, Hernández, al
pasar lista de asistencia, pronunció mi nombre; lo hice con vigor, para
patentizar el denuedo con que efectuaría el encargo.
En ese entonces participaba en el operativo que intentaba detener in
fraganti al apodado "Coleccionista de ojos", quien según rumores merodeaba
por la Zona Rosa. Con posterioridad a la revista, mi parejita y yo fuimos
asignados al crucero de Niza y Oslo. Durante la guardia nos enteramos que
había muerto Jackson y que Bachelet estaba de visita en México.
El turno trascurrió sin novedad, con el desdén de algunos prójimos, pocos
por fortuna. Y es que encarnamos a la autoridad más próxima a los
ciudadanos, cualquier reclamo que ellos tengan contra el gobierno es
frecuente que lo encaucen hacia nosotros; por eso debemos allegarnos de
temple para cualquier eventualidad. Si no permanecemos alerta es posible que
caigamos en una provocación e incluso que algún conductor lunático pretenda
atropellarnos con su Porsche Cayenne Turbo S.
Entregué la pistola al depositario, guardé el uniforme, me vestí con ropa de
civil y corrí a la escuela en que adquiero la capacitación que me permite
servir cada vez mejor a la ciudadanía. Luego, como a las veintitrés horas,
estaba a bordo de un vagón del Metro; viajábamos en él unos cuantos
pasajeros. Estudiaba el Código Penal, pero la plática de un matrimonio me
distrajo de la lectura, aunque aparenté no escucharles.
La mujer, de lindo cabello ensortijado, y el varón, de complexión atlética,
estaban acompañados de un infante como de diez años; parecía que regresaban
de una fiesta. Ella le comentaba a su acompañante la mala opinión que tenía
de la Fuerza Pública.
"Mmm... y yo que le echo fibra para lograr la excelencia", medité. En la
corporación siempre me he regido por sus principios de actuación; el primero
de ellos, la legalidad. La cualidad de legal implica respetar la norma, pero
también ser leal y digno de confianza. La objetividad, como mi segundo canon
principal, ha sido la distinción de ser imparcial, neutro; prescindir de
toda discriminación motivada por origen étnico o nacional, por el género,
edad, discapacidades, condición social o de salud, religión, opiniones,
preferencias, estado civil o cualquier otra consideración que atente contra
la dignidad humana y tenga por objeto anular o menoscabar a alguien.
Mi siguiente principio es la eficiencia, cantidad de recursos invertida por
unidad de producto obtenida, dirían los teóricos de la administración. Lo
cual equivale a la capacidad para realizar, como es debido, la función
gubernativa. Indispensable, para dar un firme apoyo a la ciudadanía ante la
perpetración de una conducta delictiva; aspecto que me convierte en
protector de la población ante la amenaza que representa la criminalidad.
El profesionalismo -seguí meditando-, como cuarta idea primordial,
representa el ejercicio competente de mis atribuciones. En esta actividad,
ser aficionado equivale a poner en riesgo la integridad y los bienes que
prometí defender. El adiestramiento es imprescindible para contrarrestar el
diletantismo.
- ¡Esos pitufos son ratas de dos patas y torturadores! - replicó el
caballero a su esposa, a quien llamaba Ángela.
Otro concepto esencial es la honradez -pensé- lo cual implica la
particularidad de actuar a favor de la moral, con decencia. Noción que
impele a cumplir sin desvío la misión, por ser un factor insustituible de la
confianza social.
El postrer, y no por eso menos importante, fundamento es el respeto a los
derechos humanos reconocidos en la Constitución, entre ellos, que se debe
presumir la inocencia de todo acusado de delito, mientras no se declare su
responsabilidad mediante sentencia emitida por el juez de la causa. Mi papel
no es condenar a un indiciado por más execrable que parezca. La mesura
siempre es buena compañía.
- No hacen gran cosa y les pagan mucho - agregó el marido, frunciendo el
ceño.
Si supieran lo modesto del estipendio -cavilé-. Es habitual que dos días
antes de la quincena no traiga ni para el champurrado matinal. De mí
dependen otras personas que tienen primacía. Con la choclaya prorrogo mi
apetito, con tal de que alcance para sufragar la parcialidad del crédito
hipotecario de la casa, el gas y el suministro de agua; que no me corten la
energía eléctrica y que solvente la colegiatura de la universidad, pues
quiero titularme, y por qué no, de lance en lance estudiar posgrado en
derecho procesal penal.
Mi estatus económico no es de holgura, y menos con lo interesadas que son
mis amigas Spira y American Express, pero eso no merma la satisfacción que
consigo cuando soy útil a la sociedad. Mi existencia está en peligro en cada
pugna con malhechores. Me expongo, pero amo mi trabajo. Salgo de casa, pero
no sé si volveré vivo. Actualmente la delincuencia es más sanguinaria,
cuenta con arsenales, pero no me rajo, llegada la emergencia, me fajo como
el más gallo.
-Yacen en la corrupción- dijo Ángela-. ¡Son te-rri-bles! Casi todas las
generalizaciones son infamantes -reflexioné- Mucha gente, con un exiguo
análisis de la situación, nos cree partícipes de lesiones, secuestro,
extorsión o abuso de autoridad, pero no advierte que la mayoría de las
ocasiones son infundadas imputaciones, originadas por la inquina de los
auténticos profanadores de la ley.
Gran parte de los delincuentes guardan toda su vida resentimiento contra
quienes, ellos consideran, son los causantes de su permanencia en la
cárcel.
-Además -agregó él-, son pre-po-ten-tes.
¿Prepotencia? -me cuestioné-. Prepotentes, algunos narco-políticos que
alardean de su conducta ilícita; el particular acaudalado que busca
humillarte con un soborno; o la estrella artística de moda que desobedece un
mandato legítimo.
Si supieran de los maltratos físicos o verbales que toleramos de quienes se
oponen a nuestras funciones. Si conocieran del desequilibrio entre paga y
riesgo, de los desvelos, del calor o la lluvia que soportamos, de los
operativos en que participamos fuera del horario, "por necesidades del
servicio", y de las profusas horas sin comer, ni ir al baño o retenidos "en
espera de órdenes".
- ¡Ah, pero tienen hasta su día, dizque por valientes! - indicó ella con
sarcasmo.
Jamás he sido de ánimo decaído, empero, he tenido tres tantos de desazón
cuando me han apuntado con un cuerno de chivo. Se siente una descarga
eléctrica que bulle en los talones, se pasea por toda la epidermis y alcanza
el último pelo de la cabeza. Llega el espanto, cuando oyes detonaciones en
una refriega: ¡Bang! ¡Bang! Y no distingues entre el disparo de tu Beretta:
¡bang!, y la andanada, ¡Bang!, ¡Bang!, que te consagra un gatillero febril
con su Águila del Desierto. ¡Bang! ¡Bang! ¡Bang!
- La otra noche hicieron un escándalo porque mataron a un tecolote. ¿Dónde
está lo extraordinario? Para eso se alquiló -argumentó el marido de Ángela
con displicencia.
¿Pensaría en la consternación de la viuda y los huérfanos? - volví a
reflexionar en silencio -. A veces, como en ese deceso, el ajustador de la
aseguradora profiere fulminante: "No puedo pagar la póliza porque no portaba
el panel antibalas".
Conocí a ese colega, caído en cumplimiento del deber; era de Puebla. Fue de
mi generación, por eso le decía mi antigüedad. Esa ocasión, organicé una
colecta: -De a como gusten, para llevarle una corona-, le dije a todo el
batallón policiaco. -Negativo-, expresó la suboficial Raquel, una compañera
que fue de la Marina, -nada de comprar flores. A sus parientes les sirve más
el varo-. Me estremecí. -¿Quién seguirá?-, pensé en ese momento.
- Yo, de grande, voy a ser policía-, exclamó el impúber, a la vez que jugaba
con un teléfono celular, de esos de última generación: Tut-tut-tut.
-¡Ay, Ricardito! Hijo, no digas eso, a la policía entran puros ignorantes, y
tú vas a estudiar mucho - reprochó su mamá.
Tuve ganas de explicarle que pocos eran ya del estereotipo de: "¡ese coche
negro oscuro, oríllese a la orilla!". Vi al chaval acurrucarse junto a su
papá; recordé a mis hijos.
Pensaba que cuando Ricardito y su papá pernoctaran, abrigados por una
frazada, yo, con el cuello de la chamarra levantado, haría la tercera ronda
nocturna. Cuando él jugara con su papi el día del Niño o del Padre, mis
vástagos no podrían, pues yo vigilaría el parque en que aquéllos se
divertirían o mantendría la paz necesaria para que estuvieran sosegados en
su casa. Ricky estaría cerca del autor de sus días en Año Nuevo, Reyes Magos
y Navidad; mis retoños tendrían una llamada telefónica.
Mi pensamiento era que cuando el padre de Ricardito estuviera en su comercio
u oficina, yo permanecería en la calle, soportando el odio de los
delincuentes, a veces en un duelo a tiros. Mientras aquel chico disfrutaría
del beso del que hablaba Topo Gigio, mis chavos besarían una fotografía,
pues yo regresaría a la vivienda muy tarde, y por más que se esforzaran, se
dormirían antes de que llegara. Aunque al volver, me acercaría a ellos,
vería el retrato arrugado, y hasta entonces, les daría los besos que no les
pude dar antes de que se durmieran. Y es que la vida policial es una
retahíla de renuncias voluntarias a numerosas actividades familiares.
Interrumpí mi introversión porque, intempestivamente, un individuo que
llevaba un cubrebocas en el rostro, de esos que habían estado de moda,
durante la contingencia sanitaria ocasionada por la influenza A H1N1, sacó
una navaja, se acercó a Ricardito y sus progenitores, amenazándolos y
pidiéndoles sus pertenencias. El asaltante no molestó a ningún otro
viajante.
La señora y su menor gimoteaban. El convoy se detuvo, las puertas de los
vagones se abrieron. Yo iba sentado en una butaca de las individuales. El
tipo huyó rumbo a la salida de la estación Romero Rubio. Corrí tras él, pude
tomarlo del cuello de su playera, pero él se resistió a la detención. Mi
dedo índice se atoró en su escapulario de San Judas Tadeo, que se reventó.
Esto lo enfureció. Rabiando, me amenazó con el verduguillo. Yo me encomendé
a la Virgen de Guadalupe que él tenía tatuada en el antebrazo.
La bolsa de la dama que sujetaba el atracador no le permitía maniobrar con
habilidad; la arrojó al suelo y me lanzó un navajazo que, por ventura, sólo
rasgó mi pantalón. Ambos caímos al piso cerca de los torniquetes. Él soltó
el arma blanca que no pudo teñirse de rojo.
De inmediato, un gentío, entre ellos el padre de familia ofendido, se
abalanzó sobre el amigo de lo ajeno para golpearlo; tuve que proteger al
bandido de los puntapiés que le quería propinar, pues no podía dejar que se
hiciera justicia por sí mismo, ni que ejerciera violencia para reclamar su
derecho. Cubrí su cuerpo con el mío y logré asegurarlo con ayuda del
compañero que vigilaba el andén. Llegaron varias autopatrullas y se hicieron
cargo del inculpado contrito.
El pandemónium cesó. Las víctimas, el probable responsable y yo fuimos
trasladados a la Fiscalía desconcentrada, en Venustiano Carranza. Allí,
declaró un tripulante de la unidad S00927. Enseguida, lo hicieron los
agraviados. Ellos estaban sumamente agradecidos conmigo y cuando terminaron
de formular su querella, se despidieron con afabilidad de mí, al tiempo que
me sentaba frente al asistente del Agente del Ministerio Público para emitir
testimonio.
Confirmé que los humanos pueden hacer su elección de adquirir nuevos
conocimientos sobre un tema o decidir perfeccionar lo que ya saben. Con
dedicación, pueden conseguirlo; sin embargo, nadie puede elegir tener una
vocación para algo, pues ésta es una inclinación natural, innata, no
susceptible de aprender. Así como no se puede decidir, en forma razonada,
sentir amor o preferencia por algo, no se puede elegir la vocación.
Experiencias como ésta han forjado mi espíritu de servicio y las seguiré
viviendo cada vez que se requiera. En aquel momento deseaba un vaso con
leche, dos aspirinas, un Marlboro y un mullido Restonic.
- ¿Ocupación? - me preguntó el Oficial Secretario, al continuar la
diligencia.
- Policía - musité.
Los asaltados, quienes ya habían caminado unos metros, alcanzaron a
escucharme. Se miraron con incredulidad un santiamén, y abandonaron la
agencia.
Toutes les droites appartiennent à son auteur Il a été publié sur e-Stories.org par la demande de Luis Antonio Aranda Gallegos.
Publié sur e-Stories.org sur 14.07.2010.
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