Vicente Gómez Quiles

EL BESO DE LA MUERTE

 
 
                            El viento se adueñó de la tierra. Haciendo parpadear las hojas de los chopos que aún permanecían sujetas; silbando enérgico, brutal, intolerable, entre exhaustas ramas desmesuradamente tambaleadas. El inmarcesible rugido creaba un ambiente agónico, siniestro, espolvoreando desolación a su paso. En el antediluviano camino de arena, dos grajos se engarzaban en aleteada pelea intentando lograr un difícil equilibrio, mientras otro cuervo de grandes dimensiones, estiraba un intestino flexible, brillante y rosado de un gato color canela con trazas blancas. Totalmente destripado bajo un charco de sangre, tras algún reciente atropello. Una rata aprovechó ese descuido para saltar y ocultarse entre la maleza desbrozada y seca. La tenue claridad empezaba a cubrir el horizonte, destilando aquellos perfiles curvos e irregulares en las lejanas montañas prácticamente despobladas de vegetación. Marcos Álvarez Plumed, estacionó su vieja ranchera en el parking del matadero. Sus ánimos estaban por los suelos y resoplaba mientras cerraba la puerta mediante un hosco empujón. A esas horas del día, poco le importaba si se desmontaba alguna pieza o terminaba resquebrajándose ese trasto con ruedas. Aproximándose a la entrada principal para fichar. Como siempre, como todas las madrugadas de Lunes a Viernes. Hastiado, maldiciéndose, pensaba que esa mañana le tocaba descargar unos treinta cochinos  para darles muerte y trocearlos. Después de colocarse las botas altas, esa bata salpicada y sus guantes, empezó su matutino infierno. Pero Marcos, luchando, sobrevivía a su desdicha. Mirando el calendario colgado. Aguardando. Se liberaba de esa brutal carga y cambiaba rotundamente, transformándose todos los fines de semana. Los Sábados por la noche acudía secretamente a Zaragoza. Actuaba en un club nocturno. Hubiera sido imposible que cualquier paisano o vecino de la comarca pudiera reconocerlo. Para él, se trataba de una auténtica válvula de escape, una droga que le permitía expresarse, romper con toda la dura realidad. Cuando empezaba a sonar la música de Lady Gaga, y apuntaban esos focos directos al maquillado rostro. Alzaba sus manos y bailaba insinuándose sobre unas gigantescas plataformas. Se sentía artista, deslumbrante, genial sobre el escenario. En esos momentos se sentía vivo, siendo observado atentamente por otros seres sudorosos, excitados, babeando, sonriendo bajo sus pies danzantes.    
                           
 
 
 

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Publié sur e-Stories.org sur 30.07.2011.

 
 

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