Vicente Gómez Quiles

FABIO

   
                            Fabio era pura contradicción. Viraba euforia en desánimo tan rápido como preparar comida precocinada en un microondas. Arrastraba semanas sin mostrar apego, aunque le quedaban posos de entusiasmo y lucha. A veces, el insoportable frío cierzo, conseguía vaciar esos fondos. Aquel viento empujando, desatinado, penetrando sin piedad. Atravesando su mermado vigor,  sus superpuestas capas de abrigo, hasta los calzones largos que trece días antes compró por dos euros en el mercadillo. Aún recordaba a la vendedora, una mujer de raza gitana, gorda, de avanzada edad, con descomunales tetas caídas, jersey ceñido, el pelo grasiento recogido a modo de cola, sucia, con un collage de azarosas manchas en su delantal. Al muchacho todavía le costaba imaginar que originalmente ese delantal fuera blanco. Mientras dejó caer las dos últimas monedas de euro sobre su recia mano izquierda, sintió nauseas por el desprendido olor a sobaco poco aireado que tiraba para atrás. La señora le juró, que con esos gayumbos de dudoso algodón, marca Dulce Pecado, conseguiría sobrevivir al duro invierno. ¡Maldita embustera! Piensa desconcertado, mientras camina con los calzones húmedos. Sin dejar de tiritar mientras cascabelean sus dientes. El persistente soplo helado azotaba como si quisiera cuartearlo, congelarlo. Cada vez que tenía ganas de mear, le faltaba implorar a Dios para encontrársela. Por suerte, las cosas suelen quedarse en el mismo sitio sino las tocas. Antes de su llegada a España, el joven contagiaba alegría. Transmitía cordialidad. Sencillo, aficionado al fútbol, la capoeira, el surf, las continuas ingestas de Brahma con sus amigos y a los descapotables rojos pero eso sí; verlos pasar a una cierta distancia por la rua, porque nunca tuvo ocasión de manejar. Muchos de sus amigos murieron o terminaron en la cárcel. La ciudad de Sao Paulo es peligrosa, todos andan con prisas para evitar robos y peleas. A su madre la tenía tensa, martirizada con sus conflictivas experiencias. Aunque afortunadamente no le pescaron en ninguna y salió airoso de esas particulares contiendas. Ahora, melancólico, algo desmotivado. Marcha prácticamente vagabundeando, sin pena ni deleite por las aprendidas calles del pueblo. Inmerso a una ponderada placidez ilimitada, sus pasos albergan sepulcrales reflexiones de culpa, con resignación solapada hasta el apático movimiento buscando alguna salida. Las gélidas mañanas se transforman en irritables puñaladas a doce grados bajo cero, anestesiadas con su absoluta desgana. Ni siquiera le conmueve hablar con la familia desde el sombrío cyber. No puede fingir más con esa acostumbrada voz jaranera. Mentirles, alardeando de imaginarias entrevistas de trabajo y jugosos proyectos que habitan desordenadamente entre fantasías. Cuántas mordería esa lengua fulera y la escupiría ensangrentada contra el suelo color beige del cyber. Para evitar no estallar, finalmente desmoronarse y gritarles que venir a Europa fue el error más grande de su vida. No hay mayor desgracia o confusión. Fingir lo que no se es. Tirar de apariencia. Aquí lejos de todo y de todos, sin dinero, sin trabajo y chapurreando idioma. Aún sigue interrogándose del porqué de su llegada. La respuesta nos descubre a Julia. Una chica dulce y hermosa que conoció por internet y le pagó con ahorros su billete de partida al mundo de los asequibles sueños. Pero el tiempo desenmascara una realidad demasiado amarga. Y la muchacha parecía haberse difuminado ante su caprichoso anhelo. A Julia le atrajo, ver a Fabio desde la cam, haciendo lo que ella le pedía. Como quitarse la camiseta o que le ensañara su instrumento. Fabio miraba a los lados y bajándose los pantalones deprisa se desnudaba ante Julia, complaciéndola. Ella se sentía poderosa, genial, bárbara, mandándole a su esclavo sexual de ensueño. Fabio pensó que su enamorada le abría el corazón de par en par y lo rescataba de todas aquellas miserias conocidas. O por lo menos, eso creía el muchacho. Pero el mundo es el del día a día. La claridad del tacto. No las apreciaciones desde una diminuta cámara. Resultó ser más puta que aquellas “garotas” a las que vendía perritos calientes alrededor de las tres de la madrugada, con su tenderete próximo a la puerta del Castelinho Club. Fabio bromeaba con ellas. Cuánto les gustaba a las chicas, ver sus ojitos vidriosos deshaciéndose, mientras recorrían anhelantes sus curvas. Ardiendo en fogonazos deseos, conocedoras que no llegaría más lejos a esas intenciones rotas, estrelladas ante sus escasos reales en el bolsillo. Fabio sonrió tímidamente por primera vez, en diez días. Pensando en la descabellada idea de que seguramente Julia, de tanto abrirse de piernas habría perdido su centro de gravedad, mezclando conceptos de algo que escuchó de corrida en algún programa de ciencias. Pero todo termina, incluso los sueños. Sin apenas mediar palabra, rompió Julia aquel lapso. Se pronunció de carrerilla que ya no podían seguir juntos. No era lo bastante bueno para ella. Sus padres no consentían aquella locura. Oyendo incómodos rumores de vecinos. En seguida, volvió a tontear con niñatos adinerados. Mientras, Fabio, intentaba asumirlo, cuando ya creía haberlo digerido, antes de terminar la semana. Julia llamó desesperada, llorando, nerviosa, tartamudeando, asegurándole que sin él, su corazón estaba muerto. Echándolo mucho de menos, no podía soportarlo y sin apenas darse cuenta. El chico estaba desnudo sobre ella, en la cama echando tres polvos. Al salir hoy de casa, tomó un vaso con cuatro cucharadas grandes de azúcar disueltas en agua del grifo, cuando no se tiene comida resulta un método infalible para no oír el rugido quejumbroso del estómago. Sin saldo en el móvil, Fabio miraba rebuscando llamadas perdidas. El tiempo parecía haberse detenido para siempre. Transcurriendo lerdamente las horas. Debía tres meses de alquiler y cuando la dueña llamaba al timbre para cobrar se quedaba inmóvil sin hacer el mínimo ruido. Incluso contenía la respiración por si la dueña tuviera un oído canino. En esos instantes, Fabio daría lo que fuera por ser invisible. ¿Pero qué se puede entregar cuando no se tiene nada? No le gusta deber dinero a nadie. Sentía vergüenza. Ya no podía pedir más adelantos en el móvil. Con lo poco que tenía mandó un mensaje a su primo Bruno que vivía en Madrid desde hace siete años. Habían pasado tres días desde entonces y la única esperanza que tenía para salir de ese infierno, recaía en su primo que sólo conocía por una fotografía. Entrando por la puerta del piso, permanecía su peor condena. Las pilas del mando estaban  agotadas y encendió desde el televisor. Deambulando nervioso por el diminuto pasillo como un tigre enjaulado. Creyó haber cogido algún virus, porque cagaba líquido. Dos días sin comer empezaba a pasarle factura. En los armarios de la cocina quedan dos sobres de manzanilla, medio kilo de azúcar y unas galletas tan crujientes como podrían ser las piedras. Tampoco encontró papel higiénico y terminó lavándose en la ducha. Mientras simuló una sonrisa pensando en lo anecdótico. Sus padres, viendo aquel piso de cuarenta metros cuadrados le creerían prácticamente millonario. Sonó el móvil. Llegó tarde para cogerlo. Inmediatamente Bruno le dejó un mensaje exponiendo que estaba llegando. Feliz, emitió silbidos, con los pantalones todavía por las rodillas, se apresuró para terminar de preparar la descerrajada maleta. Escuchando la llamada del portero automático,  saltó, dejó las llaves en un cenicero de cristal y en unos segundos se plantó expectante en la calle. Bruno le enseñó un billete de avión. Fabio, lloró como un recién nacido.
 
 
  

Toutes les droites appartiennent à son auteur Il a été publié sur e-Stories.org par la demande de Vicente Gómez Quiles.
Publié sur e-Stories.org sur 04.02.2012.

 
 

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