Ernesto Mario Rosa

La Muñeca Rota

Se despertó de golpe, de un tirón, con la sensación de haber dormido mucho, demasiado. Tenía leves recuerdos de un cansancio atroz, devastador, casi terminal. Sentía la boca seca y una sed descomunal, también hambre. Había mojado los pantalones pero afortunadamente había podido soportar las ganas de defecar. Parecía que había dormido días…
Toda esta evaluación apenas si le llevó cinco segundos, luego todos sus sentidos de combatiente veterano se activaron.
Buscó su arma y la encontró a la izquierda, junto a su pierna, se tocó por todo el cuerpo en busca de heridas pero no encontró nada, se calzó el casco y mantuvo la cabeza a reparo. Sin embargo lo único que encontró a su alrededor fueron ruinas y silencio. Mientras vigilaba el entorno, el extraño y poco familiar entorno, trató de hacer memoria, de rebuscar en su mente los antecedentes de su situación.
Pero no encontró nada, no podía recordar como había llegado allí, parecía como si su memoria de corto plazo se hubiera extinguido. Una vez se convenció de la ausencia de peligro se fue poniendo lentamente de pie, manteniendo la espalda encorvada. Así fue deslizándose lentamente por el terreno, avanzando metro a metro, atento a cualquier movimiento, al más mínimo sonido. Pero el silencio y la quietud era lo único que lo rodeaba y eso lo desconcertaba. Había entrado en el ejército a los dieciocho, cuando su  país llevaba ya tres años en guerra. Tenía veintiséis y era un auténtico sobreviviente, un experto combatiente y un sobresaliente asesino. El homicidio se había convertido ya en algo habitual, cotidiano y necesario. Había ascendido a capitán recientemente y veía la muerte de los suyos y ajenos como los movimientos necesarios de una partida de algún macabro juego donde solo importaba la consumación del objetivo. Su alma había muerto hacía ya mucho pero, ¿quién podía reprochárselo?. En la época en la que normalmente un joven busca sus primeras experiencias laborales, él estaba matando para sobrevivir. Cuando debió estar enamorado, pensado en hijos y en familia, un hogar, inviernos al calor de los leños, el estaba matando para sobrevivir. Fue así que la guerra se hizo su vida y no sabía que, fuera de ella, ya no tenía futuro ni lugar, que una vez finalizada la contienda sería una baja más, solo que seguiría respirando.
Lo que más lo desorientaba era el silencio. Estaba habituado a los cadáveres, la carne corrupta, las ruinas, los gemidos de los heridos y moribundos, las explosiones de los disparos y las bombas, el hedor de la carne quemada, los gritos, los ruegos pidiendo ayuda… Eso era su elemento, pero esto lo desconcertaba. La demolición producida por la artillería había hecho un estupendo trabajo en el lugar, observaba todo esto mientras se desplazaba por el terreno, y había logrado una nutrida cosecha de bajas. Todos los caídos eran enemigos y eso le arrancó una juvenil y cínica sonrisa del rostro, ese rostro de piel percudida y sucia, arruinada por años de barro y sangre. Su uniforme camuflado estaba hecho jirones y agradeció mentalmente estar en verano o, al menos, que hiciera calor, de lo contrario, con la poca tela en pie seguramente moriría de frío. Sus botines reglamentarios dejaban también mucho que desear y en el izquierdo un pequeño orificio comenzaba ya a formarse. Luego inspeccionaría algún cadáver para lograr mejores prendas.
Pero luego, ahora no era el momento.
Llevaba en el fusil automático medio cargador y uno intacto en el cinturón, lo que era poca cosa dado que, evidentemente, se encontraba en pleno territorio enemigo. No poseía granadas ni elemento de comunicación alguno, el aparato que colgaba del cinto de cuero no era una radio y en rigor siquiera sabía lo que era, ya vería. Corría además el riesgo de caer bajo fuego propio dado que en cualquier momento la artillería de los suyos podía continuar el bombardeo. Claro que si tenían noción de las señales de vida reinantes en el lugar sería absolutamente innecesario, allí no parecía haber nada que respirase, ni una rata, la devastación había sido total.
En ese momento escuchó el ruido.
Fue algo insignificante, casi insonoro, pero para un oído entrenado como el de él fue un estrépito colosal. Apuntar al lugar de origen del sonido y echarse a tierra fue todo uno, un eficiente y elegante movimiento de ballet. Se quedó quieto, inmóvil, inerte, pero tenso y expectante, barriendo milimétricamente la zona en cuestión con la mira del fusil. Nada se movía y el ruido no se volvió a repetir. Se incorporó lentamente ofreciendo el menor blanco posible, sus ojos alocados barriendo los cuatro costados. Avanzó lentamente hacia el lugar en cuestión, la entrada de una vivienda que apenas si mantenía algunas paredes y una mínima parte del techo en precario equilibrio. Ingresó con el arma lista, presto a abrir fuego al menor movimiento.
Pero no sucedió nada.
Siguió avanzando por el interior de la arruinada edificación inspeccionando cada metro cuadrado tratando, de mantener la espalda siempre contra alguna pared. Al abrigo de una parte de techo que aún se  mantenía en su lugar encontró una manta rellena con trapos sucios y ensangrentados, una improvisada cama, y algunos restos de comida enlatada claramente pertenecientes al enemigo. Revolvió todo con el cañón del fusil y tocó la cama con el dorso de la mano.
Aún estaba levemente tibia.
Esto, estaba seguro, no pertenecía a un militar, de ser así no estaría vivo. Además un hombre mínimamente entrenado no dejaría dichas evidencias a la libre observación ni dos segundos. Aún así no sabía de que o quien se trataba y debía andarse con cuidado. Salió de la construcción en ruinas con más sigilo y cuidado que cuando ingresó…
Y entonces la vio.
Estaba parada frente a él a menos de dos metros y, desafiando todos sus finos y entrenados sentidos, había logrado acercarse demasiado. Estaba tremendamente sucia y esquelética. Sus profundos ojos oscuros remarcados con tremendas ojeras contrastadas contra la intensa palidez de la piel del rostro. Sus cabellos eran una masa informe que rodeaba su cráneo hacia todas direcciones, sus brazos y piernas en los huesos, sus costillas en bajo relieve. Solo su mirada directa, profunda y sin miedo, poseía vida, radiaba una energía que el resto de su cuerpo no replicaba en absoluto. Llevaba una maltrecha muñeca de trapo colgando de su mano izquierda, con la cabeza colgando alarmantemente de una delgada hilacha.
Su primera reacción fue levantar el fusil y disparar pero, quien sabe porque, a duras penas contuvo su instinto asesino.
Se quedaron allí, petrificados, mirándose el uno al otro. Él pensaba que podía tener entre siete y once pero en sus años de guerra había podido ver seres humanos tan deteriorados que a pesar de tener un par de décadas parecían niños de corta edad, por la malnutrición, por el desgaste, por la amargura.
Fue ella quien tomó la iniciativa y lentamente comenzó a acortar la distancia. Él levantó el fusil y tensó el dedo en el gatillo, ahora sí dispararía, un paso más y…
Apoyó su frente en el caño del fusil sin apartar la mirada de los ojos del soldado, quizás quería que él apretara el gatillo, quizás quería terminar con la miseria que significaba su vida.
Pero no ocurrió nada…
Estaba semidesnuda, tan solo cubría sus partes púdicas un trapo sucio mal anudado. Él bajó el arma y el caño del fusil golpeó el suelo con ruido sordo. Ella tendió su mano y tomó la del soldado, algo cambió para siempre en el hombre al primer contacto. No había palabras, solo miradas, esas miradas que hermanan en la tragedia. Sus dedos increíblemente flacos tomaron contacto con la mano rústica, callosa, enorme y fuerte. Con sus apenas metro veinte empujaba al fornido guerrero hacia delante mientras el pensaba, fiel a su naturaleza, que podía estar llevándolo a una trampa. Sin embargo, en su fuero íntimo algo lo tranquilizaba, lo llenaba de paz, de confianza. Fue así que sin darse cuenta dejó atrás casco y fusil y comenzó a caminar guiado por la niña hacia donde ella quisiera llevarlo como presa de un misterioso ensalmo.
Se detuvieron frente a una vivienda milagrosamente en pie, con solo algunos rastros de metralla y balas de fusil. Una fornida puerta de roble guardaba el interior. La niña lo miró muy desde abajo, el comprendió. De una potente patada derribó la puerta y ambos ingresaron, la niña primero, despreocupada, desafiante, él, con el sigilo del soldado que habitaba en su interior.
Ella se movía con absoluta seguridad, aún en la semipenumbra reinante, como si conociera cada centímetro cuadrado de cada ambiente de la casa, el se movía con la lentitud resultante del desconcierto y la ignorancia. La vio acuclillarse en un rincón y la oyó suspirar, se acercó para ver que era lo que atraía su atención.
Era un cadáver.
Tenía varias semanas y era una mujer. De los ojos de la niña caían serenas lágrimas que trazaban surcos en la mugre del rostro. No había sonidos ni muecas de pena, solo lágrimas cayendo de unos ojos serenos en el marco de un rostro inexpresivo. La muerta tenía un orificio en la frente, perfectamente en el medio. Una ejecución. Una cobarde y seguramente innecesaria ejecución. Él se quedó de pie junto a ella, más al cabo de pocos segundos se puso de pie y lo volvió a tomar de la mano. Lo condujo en la oscuridad hasta una estancia donde reinaba una tenue claridad, la ausencia de muebles era absoluta y el piso era de madera burda y sin tratar. Se paró en el rincón Este y señaló hacia abajo, él se percató, al inclinarse en el lugar por ella señalado, de que estaba ante una compuerta en el piso, una puerta trampa. Se lamentó de no tener su fusil, no sabía que guardaba la compuerta en su interior. Se le pasó por la mente volver a buscarlo pero…¿qué más daba?.
Se incorporó y de una patada pulverizó la compuerta. Luego se arrojó en el oscuro cuadro negro descubierto. Sus pies encontraron el suelo rápidamente y una densa oscuridad lo envolvió. Se quedó inmóvil, expectante, atento al más mínimo ruido, al más insignificante movimiento. Pero no pasó nada y lentamente fue poniéndose de pie. Miró hacia arriba y vio que ella le tendía los brazos, la tomó y la bajó...era tan liviana. Rápidamente ella se dirigió hacia un lugar y volvió con un farol a combustible y fósforos, el encendió el farol. Lo que vio a continuación lo interpretó como si hubiera estado escrito en un papel.
En el suelo había cuatro cadáveres, tres militares y un civil… y una pequeña abertura al exterior, tan pequeña que solo un cuerpo menudo podía atravesarla. Había evidentes señales de lucha. El civil aún portaba el arma con que había matado a los militares, era un fusil como el suyo, al igual que los uniformes que vestían los militares.
Eran de su bando, compatriotas.
Una enervante vergüenza le atenazó la garganta, y el amargante sentimiento de la decepción le estrujó el alma. Ella mientras tanto se acercó a su padre y se agachó junto a él, como había hecho con su madre. Le dedicó la misma cantidad de lágrimas y de la misma manera, como si fuera en vano de alguna otra, como si no hubiera algo más…
Lo volvió a tomar de la mano y, farol en alto, se vio conducido hacia una puerta empotrada en la pared, ella se la señaló.
Era una despensa.
Dentro había alimentos tipo fiambre y varios toneles de agua. Sintió sus tripas retorcerse de ansiedad emitiendo un notable gruñido y su boca clamar por humedad. Sin embargo examinó cuidadosamente cada alimento y cada tonel de líquido. Todo parecía en perfecto estado, cada cosa sabiamente elaborada y prolijamente conservada.
La guerra tiene estas cosas.
Con un cuchillo (¿dónde estaba el suyo?) presente en la alacena cortó finas y pequeñas fetas de un jamón colgado de un travesaño y se las fue dando pausadamente, dosificando cada bocado, a la niña que devoraba con una avidez animal. También le ofrecía breves tragos de agua. Cada tanto se metía también algo él en la boca y pegaba un breve trago al jarro que, al igual que el cuchillo, había encontrado en la alacena. No debían atiborrarse, podían enfermar. Debían darle tiempo a ambos aparatos digestivos para que entendieran que el largo período de ocio había llegado a su fin, al menos por ahora.
La lentitud de la ingesta les llevó horas pero al fin estuvieron plenos. Luego el metió en una bolsa hallada en el lugar toda la comida y bebida que pudo y salieron del sótano. Caminaban lentamente, aún en el interior de la vivienda, cuando ella súbitamente se lanzó a la carrera y se desapareció en el vano de una puerta. Él la siguió igualando el paso. Terminó en un baño que, milagrosamente, aún tenía agua. Ella se sacó toda la ropa, abrió la ducha y se metió debajo con una indescriptible sonrisa de satisfacción, él se retiró prudente pero ansiando que la niña terminara cuanto antes para imitarla. El exterior los encontró aseados y con ropa limpia, él con las del padre de la niña, ella con un primoroso vestido rosa que estaba en el closet de su antigua habitación. Tenues y limpias sonrisas complacidas comenzaban a asomar en los rostros de ambos. ¿Felicidad?. Se sentaron contra una pared, previamente apartar los cuerpos presentes, y se relajaron, rodeados de escombros y corrupción. El hedor reinante parecía no afectarles. A veces el acostumbramiento a algo obra milagros. El tomó la muñeca de manos de la niña, en ningún momento la soltó salvo al bañarse, y la examinó. A pesar del calamitoso estado general solo la cabeza estaba rota, o más bien, amenazaba con justa causa desprenderse de un momento a otro. Buscó un pedazo de género por el piso y lo desarmó hebra a hebra. Luego realizó un estupendo trabajo trabando con esas hebras la cabeza de la muñeca a su cuello. El resultado final era tosco pero efectivo y fascinó a la niña que mostró una limpia sonrisa de alegría. Luego apretó la muñeca contra su estómago y apoyó la cabeza en el fornido pecho del soldado. Este suspiró, a su pesar. Unos breves segundos después le pareció que se había dormido.
Entonces escuchó el “BEEP”. Una vez, dos, tres…
Provenía del cinto que pertenecía a su uniforme, lo había conservado para que no se le cayera el pantalón del padre de la niña, algo más grueso que él. También había conservado el extraño aparato del que no recordaba su utilidad. De allí provenían los molestos “BEEP”. Lo desenganchó del cinto y lo puso ante sus ojos. Una pequeña luz roja titilaba al ritmo de los “BEEP’s”. Instintivamente puso su dedo sobre la luz y presionó. Los sonidos cesaron pero unas imágenes atropellaron su mente en descontrolado tropel.    
Se vio manejando un todo terreno militar a toda velocidad y mirando con frecuencia el aparato que ahora tenía ante él.
Vio como la distracción en el manejo hacía que el vehículo embistiera lateralmente contra un trozo de mampostería y volcara.
Se vio saliendo del vehículo apenas a tiempo antes que estallara en llamas. Vio como corría como loco una cantidad indeterminada de metros hasta que cayó desvanecido en el pozo donde se despertó.
Nuevamente en la realidad volvió a enfocar la mirada en el aparato. Solo poseía un número de tres cifras en rápida carrera descendente y una barra luminosa que lenta pero sin pausa aumentaba su extensión. Aparte de ello, no recordaba en absoluto. Incomprensiblemente cesó en sus intentos de comprensión y se dedicó a mirar a la niña. Una extraña dejadez comenzaba a invadir todo su cuerpo y le parecía flotar levemente. El cansancio, al igual que toda molestia, despareció súbitamente. Se sintió espectacular, pleno, lleno de vida. Le pareció que la niña se había puesto algo fría y pálida. Alargó el brazo y alcanzó unos sucios trapos con los que arropó a la niña, su niña….
 
Cuando la nube tóxica radiactiva llegó el contador del extraño aparato marcaba cero y la barra luminosa había llegado a su máxima extensión. Para ese entonces ambos habían muerto hacía ya un largo rato y se habían evitado una larga y dolorosa agonía.
Pero en los últimos minutos de su vida realmente habían vivido una vida.   
 

Toutes les droites appartiennent à son auteur Il a été publié sur e-Stories.org par la demande de Ernesto Mario Rosa.
Publié sur e-Stories.org sur 17.04.2012.

 
 

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